Prisionero

Fuente: DrTorstenHenning/Wikimedia

Preciosa enemiga, me has hecho tu prisionero de una manera muy sorpresiva, pues me cogiste descuidado. Yo esperaba hablar contigo de lo divino y humano, como siempre hacemos, y echarnos unas risas, como es habitual cada vez que nos vemos. Pero tú traías tramado tu salvaje plan ofensivo, bonita guerrillera, y sin previo aviso…

Sí, ahora entiendo que Publio Nasón Ovidio tenía razón al conceptuar el amor como una variedad de guerra y que en ese arte bélico todo es válido, pues las reglas huelgan por innecesarias, aunque yo tenía la idea de que la iniciativa de romper hostilidades era patrimonio varonil. ¡Qué va! ¡Qué supina ignorancia la mía!

Sí, reconozco que sé poco del arte militar, ya que soy un pacifista filosófico, como Ghandi, por lo que más que hacer la guerra prefiero siempre hacer el amor, actividad carente de heridos y muertos. Pero tú, pícara agresiva, no lo niegues, conocedora de mi filosofía venías con tu ofensiva maquinada, empleando la técnica del efecto sorpresa, que es una gran ventaja en el campo de batalla y que, en el peor de los supuestos, caliente gladiadora, me limitaría a oponer una resistencia de muy poca intensidad.

Así, engañado por una ternurita tuya, que imaginaba como algo pasajero, sin cruzar palabra alguna, vas y decididamente me desarmas, y rápidamente me despojas de mis bagajes en un santiamén, haciéndome prisionero de tus apasionadas acciones guerreras, sin posibilidad de defensa alguna por mi parte, con una tempestad de ardientes acometidas, incapaz como fui de poderlas contrarrestar, pues en esa contienda monopolizas todas las iniciativas, convirtiéndome en tu sumisa y dócil víctima propiciatoria. ¿Qué podía hacer yo sino entregarme como tu cautivo?

Así me vi sometido a un ardiente asalto en toda regla, con un embate tras otro, una carga detrás de otra, sin darme cuartelillo para nada, ladrona como eras de mi defensa, en un «aquí te pillo y aquí te mato», dejándome exhausto, sin aliento, hasta que me sometes totalmente con tu enfebrecida y ruidosa victoria.

Hecho ya tu destrozado vencido, apenas me quedaron fuerzas para atreverme a decirte:

—Sólo te pido, por caridad, que la próxima vez que me enzarces en estas hostilidades, encantadora peleona, respetes los derechos de tu soldado cautivo, de acuerdo con la Convención de Ginebra, aplicable también para las pugnas amorosas. ¿Me lo prometes, vehemente partisana?

Pero tú, ni corta ni perezosa, tapándome la boca con tu mano, me dices con delicioso descaro:

—¿Es que no te ha gustado…?

Manuel Valero Yáñez
Derechos reservados
4 de Febrero de 2021

Deja un comentario

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar